Pierrot y Arlequín
Se levanta el telón. Se ilumina el escenario. Aparece mi madre con el puño apretado, alzado, como Escarlata O’Hara al final de Lo que el viento se llevó; en su cara hay un rictus de crispación. Está abroncando a un grupo de «comparsas», meros figurantes en el drama que se desarrolla en su cabeza. Esos figurantes, simples actores «sin frase», somos su marido y sus hijos. Apenas tenemos un rostro distinguible. Ella es la protagonista. El foco la ilumina sólo a ella. Está en su momento culminante; es la interpretación de su vida.
¿Cuál es su personaje? El de una pobre huerfanita (en realidad
tiene padre y madre y hermanos, pero es mucho más adecuado que la protagonista
sea huérfana para alcanzar el efecto dramático deseado); una pequeña e
indefensa damisela en peligro, perdida en el bosque. Los malos la han puesto a
trabajar desde niña (la edad a la que comenzó a trabar va disminuyendo en cada
función) en un empleo muy duro y peligroso (el nivel de dureza es inversamente
proporcional a la edad de la huerfanita: va aumentando según se suceden las
representaciones). La niñita ha ido a parar a una casa muy mala que se llama
Doctor Sampons. Allí le espera alguien muy malo, muy malo, que se llama Marido
(para mí, Padre). El Marido tiene un plan maléfico: seducirla, casarse con ella
y tener hijos con ella para que la mantenga económicamente. El Marido pertenece
a una peligrosa estirpe: la de los hombres. Encabeza un elenco de primeras
figuras en el que también están La Suegra (más conocida en los labios de mi
madre como La Vieja), el Cuñado (para mí y para mis hermanas, El Tite; para mi
madre, El Cerde), la Cuñadita Repelente y otros actores de reparto.
Yo, el Niño, el Chivo Expiatorio, no tengo
cuentos a la hora de dormir. Tengo teatro. Drama lorquiano de primera
categoría, representado por un reparto de relumbrón, encabezado por la eximia
actriz Doña Manuela M. En mi infancia, en mi casa, había función
continua.
El Niño, ya adulto, creyendo escapar de la
representación teatral, no haría otra cosa que ensayar el personaje que la
Madre, a la vez actriz, directora y dramaturga, le adjudicó en el reparto de
papeles. Ese papel es el del payaso triste, el Pierrot, eternamente enamorado
de la luna… El Niño creerá que sólo es un ensayo y que alguna vez, tal vez,
comiencen las representaciones en el teatro de verdad, el de la vida. El payaso
cruel, el Arlequín, le dice a Pierrot, el Niño, el Cirilo: «¡Pues era broma!
¡Estamos en escena! ¡No hay ensayo! ¡La función comenzó en el mismo momento en
el que La Madre te permitió nacer! ¡Ja ja ja ja!» (risa pérfida estruendosa).
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