No fui invitado a la fiesta

 


Hubo un verano, el de mis veinte años, en el que fui un ávido lector de Carson McCullers. Un día de, creo recordar, septiembre de 2001, recién estrenada la veintena y la matrícula de la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona, me compré en una librería del Paseo de Gracia la edición en catalán (la única que encontré) de El corazón es un cazador solitario.[1] La McCullers, entonces, me impresionaba mucho: era como un cirilo, pero en mujer; un caso excepcional.

Bien pues, en el prólogo a El corazón es un cazador solitario, Ana María Moix (otra que tal baila) citaba este maravilloso párrafo escrito por la McCullers: «Un día, cuando tenía cuatro años, pasé por delante de un convento. Normalmente, el convento estaba cerrado, pero ese día las puertas estaban abiertas y dentro vi a un grupo de niñas que comían helado y jugaban en columpios de metal brillante. Me quedé mirándolas, fascinada. Quería entrar, pero mi acompañante me dijo que no, que no podía entrar en ese convento porque yo no era católica. Quise escalar el muro, pero yo era demasiado pequeña para hacerlo. Estaba convencida de que, al otro lado del muro, se estaba celebrando una fiesta en la que yo no podía participar.»

En mi caso, la fiesta al otro lado del muro era también un grupo de niños, pero sí pude entrar, porque allí no importaba si se era católico o no. De hecho, tenía que entrar: ese día de octubre de 1985, mi padre me llevó de la mano a mi primer día de escuela. Entré por la puerta de secretaría, la de la calle Dublín, una puerta encajonada en una pared «de obra vista». Nos recibió el conserje (un hombre de unos cincuenta años, robusto y de pelo cano, al que vería vestido con un eterno guardapolvos azul hasta el día de su jubilación, varios años después); el conserje me arrancó de la mano de mi padre y me tomó en la suya… Me hizo caminar por unos pasillos desiertos, que parecían no acabarse nunca (y que, en los tres lustros siguientes tendría tiempo de conocerme al dedillo); mientras, yo me iba girando para comprobar que mi padre estuviera allí todavía, siguiéndome con la mirada, o bien si me había abandonado para siempre. A pesar de que la última vez que lancé la mirada hacia atrás todavía pude ver a mi padre, de pie, brazos cruzados, convertido apenas en una silueta borrosa proyectada contra la tenue luz que se filtraba a través del cristal translúcido de la puerta que daba a la calle Dublín… a pesar de eso, el abandono ya se había consumado.

También me abandonó el conserje, al soltarme en un aula en la que tuve la impresión de que todos los demás niños ya se conocían entre sí. Jugaban despreocupadamente sobre el suelo, cubierto de parqué, bajo la atenta mirada de una profesora vestida con una bata de las que solían llevar las maestras de P4: a cuadros rosa pálido. Al principio, me senté en un rincón, sin osar apenas moverme. Muy lentamente, comencé a tomar confianza en ese lugar extraño e inhóspito, sobre todo después de haber agarrado una pieza Tente que representaba un osito de color verde. La sensación que tenía al haber salido del útero de Once de Septiembre era como la de estar en una balsa en alta mar, pero el sujetar ese osito en mi mano me estaba dando cierta sensación de seguridad… Y entonces, casi sin darme cuenta, dos «personas mayores» que hablaban entre sí, me arrancaron el osito de las manos y me hicieron levantar del suelo. Había habido un error. No era esa aula la que me correspondía. Me sacaron de allí y me llevaron a mi clase asignada (más pasillos vacíos, más escaleras empinadas, más conserje de la bata azul…). Esa fue la primera constatación (luego vendrían muchas, muchas más) de que yo, como la pequeña Carson, tampoco había sido invitado a la fiesta.



[1] Traducción de Ramón Folch Camarasa; Ediciones 62, colección MOLU.

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