It’s the real thing
El avistamiento del día de San Lesmes quedó registrado en mi diario personal, en la entrada correspondiente al 31 de enero de 2020 (tamizado por el filtro del escepticismo distanciador):
Ayer fui a trabajar y, nada más cruzar la puerta, me encontré con un nuevo empleado que está formándose en nuestra central. Un joven muy joven; aparenta unos dieciocho o diecinueve años como mucho. Es alto, lleva el pelo cortado al uno, casi como un militar; además, llevaba una camiseta caqui.
Ni me dirigió la palabra, ni me saludó al encontrarnos en el vestuario, ni nada. Desde luego que los jóvenes tienen un concepto de la cortesía muy distinto al de los abuelos Cebolleta como yo.
Lo que no consigné ese día en mi diario fue que, después de entrar y ser recibida por nuestra supervisora, tú te sentaste con Dani P., para que te enseñara el «oficio». Vuestra mesa quedaba enfrente de la mía.
Fue entonces cuando pude observarte más o menos con tranquilidad. Tu porte alto y desgarbado, tu rostro ovalado y pálido, tu pelo tan corto, tu actitud seria, callada, observadora…
De vez en cuando, nuestras miradas se cruzaban por encima de las pantallas de los ordenadores, y entonces mis ojos se encontraban con los tuyos (preciosos ojos marrones), con esa mirada profunda, melancólica, implorante; una de esas miradas que parecen querer absorber tu esencia. Ése fue el saludo que no me diste en los vestuarios.
Después, volví a casa y la verdad es que no me acordé casi de ti. Durante el fin de semana, trabajé y, en cierta manera, esperaba volver a encontrarte por allí, cosa que no ocurrió... pero lo que pasó el lunes 3 de febrero superó todas las expectativas.
Ese día llegué, me senté en mi mesa y, al cabo de unos minutos, se me acercó el coordinador (llamémosle Querubín Fernández), con la entonación del que espera que le manden a paseo, si aceptaba que me pusiera un aprendiz. Deduje que ese aprendiz eras tú y por eso mi respuesta fue un «sí» rotundo.
Fue así como te tuve casi ocho horas para mí solito. Y las disfruté. Al principio, tal como me esperaba, estuviste callado y serio, algo desconfiado. La desconfianza está justificada en alguien que empieza a trabajar en nuestra empresa, pues «los nuevos» suelen ser recibidos a zapatazos. Yo mismo lo fui cuando entré. Entonces, «los nuevos», cuando con el paso del tiempo devienen «veteranos» repiten el trato con las nuevas generaciones. Es como el sistema de novatadas de la mili.
Yo me esfuerzo en no vengarme de las «novatadas» que sufrí en mi etapa de pipiolo. La mayoría de la gente disfruta desquitándose de esos malos tratos en cuanto tiene la mínima oportunidad y hace falta tener muchos bemoles para no aprovecharse de la situación de inferioridad de un recién llegado. Yo, modestia aparte, los tengo. Tú lo notaste y, después de más o menos una hora, tu coraza de prevención empezó a resquebrajarse. Así conseguí de ti una primera, preciosa sonrisa.
Tu conversación me confirmó lo que ya intuía (sabía): que eres una persona tan sensible como inteligente. Tuve ocasión de comprobarlo cuando te pregunté, para romper el hielo, «¿tienes alguna duda… alguna pregunta?» y tú me contestaste exactamente lo más sensato que cabía responder a semejante pregunta retórica: «ya irán surgiendo». Sí, era la mejor respuesta posible a mi pregunta.
Y luego estaba tu voz. Esa voz grave y varonil, en contraste con tu aspecto tan joven que casi parece que acabes de dejar la infancia atrás. Sí, en esos primeros días yo creía que apenas llegabas a los veinte años (luego descubrí mi equivocación). Y también miré disimuladamente los pelitos que se entreveían asomando por el cuello de la camiseta negra con una inscripción publicitaria (de la Coca-Cola) que dice «It’s the real thing». Qué ganas de completar la frase… «and so are you».
No fue hasta casi terminar la jornada que me confirmaste que yo, el profesor, había superado la prueba más dura: ser del agrado del alumno. Casi al final, antes de las once de la noche, me preguntaste «¿qué tal lo hago?», y mi respuesta hizo enrojecer tu lagrimal: «muy bien».
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