Po favó zárvame
Creo que quien más quien menos, en algún momento de su vida, ha fantaseado con el suicidio. En mi caso, la ideación suicida siempre aparece cuando el foco de amor que debería estar orientado hacia mí mismo se desvía hacia otra persona, alguien a quien idealizo y cuya falta de interés por mí es inversamente proporcional a mi dependencia hacia él. En esos momentos, el edificio en el que yo apuntalo mi identidad, mi existencia, se desmorona y es entonces cuando la solución suicida cruza mi mente de manera machacona.
Pero «la función del culto suicida romántico es constituir un foco para la melancolía vaga.»[1] Es decir: mi deseo de morir es en realidad un deseo de verme libre de los agobios y las frustraciones que me impiden vivir una vida plena; un refugio mítico, difuso, en el que uno piensa como último recurso, un as que uno siempre se guarda debajo de la manga. Es decir (bis): el deseo de morir enmascara, aunque pueda parecer una paradoja, y creo que es lo que suele suceder en estos casos, un intenso deseo de vivir y de amar pero, ante la imposibilidad de conseguirlo, uno piensa en abandonar la partida antes de que la banca venga a reclamar la cantidad que uno se ha jugado y ha perdido.
Tan sólo una vez, una sola, albergué en mi interior un deseo de morir que, ya en ese mismo momento, supe identificar como genuino. Más correcto sería decir que ese sentimiento me contenía a mí, y no al revés. Es difícil describir la «nube» que me engulló; no era ya la ansiedad que puede llevarnos a una solución desesperada, sino una desgana insondable; la conciencia clara, inequívoca, íntegra, de no querer vivir ni el próximo segundo de vida que me era dado vivir.
Recuerdo el momento como una imagen borrosa. Me encontraba en el interior de un taxi que circulaba por la Gran Vía de las Cortes Catalanas, en una tarde soleada del otoño de 2020. Era exactamente el jueves 29 de octubre del año pandémico. Salí de esa «nube» en algún momento después de pagar la carrera del taxi y entrar en mi casa – no puedo ser más preciso, pues los instantes posteriores a la imagen de la Gran Vía barcelonesa corriendo a gran velocidad al otro lado de la ventanilla de un taxi están completamente borrados de mi memoria.
Sin solución de continuidad, me veo, ya de noche, haciendo cola en el exterior de un centro de urgencias de San Andrés. Lo siguiente que recuerdo es a una médico enfundada de pies a cabeza en una suerte de escafandra de color blanco, de esas que llevan los trabajadores de la central nuclear de Homer Simpson. De esa escafandra sólo dos ojos marrones, parapetados tras unos enormes protectores oculares, me recordaban que me encontraba frente a otro ser humano. En admisiones, se me había ordenado ponerme una mascarilla quirúrgica por encima de la que ya traía puesta de casa. Protocolo Covid, por supuesto.
La médico estaba palpándome las axilas, las clavículas, el cuello… en busca de una temida adenopatía (inexistente) con la que vivía obsesionado desde hacía un mes. Mientras, la doctora me hacía preguntas. Ante su interrogatorio, mi respuesta fue romper a llorar. Le expliqué el episodio del taxi. De repente se puso de pie ante mí y me informó muy seriamente de que se veía obligada a llamar a una ambulancia y a activar el «código riesgo de suicidio». Yo imploré que no lo hiciera. Ella insistió, pero ante mi propia insistencia dijo que esperase un momento, que ahora volvía.
El «ahora» se me hizo eterno... pero la doctora volvió. Me informó de que había estado deliberando con alguien sobre mi «caso» y que, al no haber mencionado ningún mecanismo de autolesión, que no iba a activar el dichoso protocolo anti-suicidio.
Salí del CUAP con lo que allí había ido a buscar: una receta para ir al camello legal a por drogas. Benzodiacepinas: un nombre difícil de retener, pero que en los meses siguientes resonaría constantemente en mi cabeza. La ansiada receta de la médico de urgencias tenía un doble significado: que yo, oficialmente, «estaba mal» (y que, por ende, realmente tenía un motivo para sentirme mal… no me quejaba de vicio, en definitiva) y que ya tenía el parche químico necesario para tapar la falta de dirección de mi vida. La médico también me dio un comprimido de Diazepan para ir tirando hasta que pudiera ir a la farmacia el día siguiente. Aunque lo que de verdad, como milagrosamente, hizo desaparecer los dolores y las tensiones que atenazaban todo mi cuerpo fue el hecho de ser escuchado por la doctora.
Al salir del centro de urgencias, pasadas las diez de la noche, ya había empezado el toque de queda que se había impuesto el martes 27, dos días antes. Tenía miedo de que me parase la policía, pero entendía que podía justificar mi presencia en la vía pública con el informe de urgencias que me habían extendido los administrativos del CUAP.
*
Se puede decir que yo, a estas alturas, ya he agotado todos los recursos que tenía a mano: ideologías, expresiones artísticas, amistades, estudios, trabajos, psicología, espiritualidad (que Dios me perdone), pastillas de todas las formas y colores, legales e ilegales… y nada. Love remains elusive.
Una de las herramientas que me aporta un alivio temporal a ese vacío existencial es la escritura (literatura, si quieren, aunque yo no me atrevo a denominar así a lo que sale de mi teclado). A lo largo de los últimos doce o trece años, he intentado dar a conocer mis escritos a través de Internet en varios abortos de blog. Sin ningún éxito, por supuesto, pero también es cierto que mi empeño para conseguir ese objetivo es más bien débil.
Si los intentos de suicidio suelen ser «una llamada de atención», «un grito de socorro» (como dice también Al Álvarez en su estudio sobre el suicidio, Un dios salvaje, refiriéndose concretamente a la auto-aniquilación de la poetisa Sylvia Plath), lo mismo se puede decir de esa extensión del diario personal que representa el blog.
Eso me lleva a una reflexión sobre los blogs (la «blogosfera»… palabra que ya suena decididamente anticuada; por desgracia). En mi caso, son otro recurso desesperado para pedir atención; es decir, ayuda.
Los blogs me recuerdan a una canción cuya letra me emocionó en el quicio de la infancia y la adolescencia: Message in a Bottle, del grupo Police. La letra habla de un náufrago en una isla desierta que, por supuesto, se siente muy solo y decide lanzar un mensaje en una botella para encontrar su «alma gemela». La respuesta que obtiene le deja anonadado: cientos de millones de botellas lanzadas al mar con la misma intención que el protagonista, que no tiene más remedio que reconocer:
«seems I’m not alone in being alone»
(«parece que no estoy solo en esto de estar solo»)
Ese verso me golpeó profundamente cuando nuestro profesor de inglés de Séptimo de EGB nos puso esta canción de Police en clase.
Seguro que la metáfora de un blog como un mensaje lanzado al mar en una botella no es nuevo (aunque yo nunca haya leído nada similar de momento), pero… whatever.
El caso es que no estoy solo en esto de estar solo. Hay muchos más «náufragos» por ahí perdidos. Pues entonces: «¡po’ favó’ zárvame!»
Notas:
[1] Cita de El dios salvaje, Al Álvarez, citada a su vez en el fanzine barcelonés Suicidio Autónomo, de 2004. Disponible en: https://issuu.com/suicidioautonomo/docs/suicidioautonomo
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