El Camino de la Casa de la Antena II

 El Camino de la Casa de la Antena II

Los lirios del valle





Otra de las gratas sorpresas del paseo por el «Camino de la Casa de la Antena» fueron los lirios, que crecen espontáneamente en varios lugares de Monistrol y poblaciones cercanas. Unos hermosísimos lirios morados, que se yerguen imponentes a lado y lado de ese caminito.

Le he preguntado a la inteligencia artificial por el simbolismo del lirio (ya que esta flor, por desgracia, no tiene entrada en el Diccionario de símbolos de Juan-Eduardo Cirlot); y me ha contestado esto:

«El simbolismo del lirio abarca desde la pureza y la inocencia hasta el amor apasionado y la conexión con lo espiritual, siendo una flor profundamente arraigada en diversas culturas y con significados que varían según el color y el contexto en el que se regala o se utiliza».

Pues si son lirios morados, debo suponer que esas flores que vi en el Camino de La Era a la fuerza deben significar la parte más espiritual de los lirios – el púrpura es el color de los cardenales, ¿no es así?

Se lo he preguntado específicamente, «¿qué simbolizan los lirios morados?» y la IA me ha respondido tal que así:

«Los lirios morados simbolizan amor pasional, romanticismo, deseo, justicia, paz, control, fe, valor, sabiduría, equilibrio, admiración, dignidad, y son asociados con la realeza y el prestigio. Además, en algunas culturas, los lirios morados representan equilibrio, control, deseos de justicia, calma, y son considerados flores apasionadas. Los lirios morados son un regalo perfecto para expresar una pasión incontrolable, intenciones claras de seducir, y también son ideales para ocasiones como la Semana Santa, ceremonias de unión, habitaciones de luna de miel, y como regalos elegantes y bellos para diversas personas».

Bueno, la IA habla de pasión y demás, pero por lo menos menciona la Semana Santa, así que no voy mal encaminado.

Y, por supuesto, está el sermón de la montaña, con ese versículo sobre los lirios del valle, que da título a una película de los años sesenta, protagonizada por Sidney Poitier, titulada precisamente así: Los lirios del valle.


Esa flor para mí tiene también una connotación fúnebre. ¿Por qué? Pues porque, hace un par de décadas, mi madre trabajaba en un edificio de la parte alta de Barcelona, concretamente en una calle que en los años sesenta gozó de mucho esplendor para la gauche divine pero que para entonces, finales de los noventa / principios de los dosmiles, ya estaba en franca decadencia y se dice que albergaba algunos locales de prostitución. Quien conozca la ciudad condal ya sabrá a qué calle me estoy refiriendo. El vigilante (segurata) de ese edificio tenía obsesión con lo que él llamaba las «zorras»; tanto es así que se dedicaba a inspeccionar los comprobantes que las mujeres jóvenes dejaban tirados en un cajero cercano y, si veía que había extraído una cantidad sospechosamente alta de dinero, entonces se trataba con total seguridad de una «zorra». Bien pues, una noche, a ese señor se lo encontraron muerto en su garita de vigilancia; la expresión que utilizó mi madre cuando me lo contaba fue que tenía la cara «morada como el lirio».

¡«Morada como el lirio»…! Se nota que Mimami era andaluza. Casi le faltó ponerse a cantar «La Lirio, la Lirio tiene, tiene una pena la Lirio/ Y se le han puesto los ojos mora’os de tanto martirio», etc. ¡Y dale con el color morao! Y es que, claro, el lirio es también una flor muy coplera, muy folklórica, es así como muy cañí, también.



Otra de las especies vegetales interesantes que uno puede hallar en el Camino de la Casa de la Antenases el brezo (Erica multiflora). La información que me da la bendita app Picture This sobre este arbusto es que es «bien conocido por los habitantes de Baleares, Cataluña, Aragón y Valencia» (vamos, lo que venía siendo la Corona de Aragón), no solamente –dice la aplicación– por su valor decorativo y porque su madera se puede utilizar para la fabricación de muebles, sino también porque «hay cientos de mitos, historias y leyendas asociadas a esta especie tan esplendorosa».

Entonces, ¿cuál es el nombre de este hermoso arbusto en catalán?… «Bruc». ¡Acabáramos! Pero si hay hasta un pueblo que lleva ese nombre: El Bruch, al otro lado de la montaña de Montserrat, en el «lado pijo» (El Bruch, Collbató, Jorba, etc.). Entonces, ¿cómo no acordarse de la mayor de las historias (que no leyendas) relacionadas con ese arbusto? Me refiero al timbaler del Bruch.

Llevando el agua a mi molino –pues me encanta el «cine paco»–, de esa «leyenda» incluso se rodó una película en los años cuarenta: El tambor del Bruch, escrita por Juan Lladó (con la colaboración de un jovencísimo Antonio Isasi-Isasmendi) y dirigida por el legendario Iquino. La película se empezó a rodar en la primavera de 1947 (entre los estudios Orphea y varias localizaciones de la comarca de la Noya), pero la filmación quedó interrumpida por la enfermedad de la actriz protagonista, Anita Mariscal; el rodaje se reanudó meses después, en el otoño del 47 y se pudo completar en los primeros días de enero de 1948. Ahora me apetece mucho esta pinícula, habrá que vel·la.

También hay una película de los años ochenta, dirigida por Jorge Grau, titulada La leyenda del tambor, que no me «provoca» mucho, como se diría en Venezuela, y otra del 2010, Bruc, el desafío, que directamente me da miedito.

La identidad real del tamborilero se atribuye a Isidro Llusá Casanovas, que nació en Sampedor (Bages) el 15 de marzo de 1791 y que murió, a los dieciocho años de edad, el 6 de abril de 1809.

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