Narciso negro (1947)



 Narciso negro (Michael Powell y Emeric Pressburger, 1947). Visionado: jueves 7 de enero de 2021.

Hacía años que quería ver Narciso negro, pero nunca había encontrado la ocasión. Y esperaba encontrar en Narciso negro alguna reflexión sobre la Fe, como en otras «películas de monjas» como Los lirios del valle, Los ángeles del pecado o Diálogos de carmelitas, pero de eso nada. Los problemas expresados en la película son de lo más terrenal. De hecho, se diría que el filme pone lo humano por encima de lo divino. Y es que, en Narciso negro, lo divino apenas aparece como un mero atrezo (el tapiz de San Francisco de Asís que borda la hermana Clodagh, las tallas de la Virgen María, de dudoso gusto, los hábitos, los crucifijos, las Sagradas Escrituras, el convento…).

Y a pesar de eso, las protagonistas son una especie de misioneras católicas inglesas que inauguran un convento en un pueblo perdido del Himalaya. La fe, como decía, no juega ningún papel en la película; el protagonista es el sexo y el deseo reprimido. La hermana Clodagh (Deborah Kerr) es enviada desde un convento en la India hasta ese nuevo convento y nombrada madre superiora del mismo, a pesar de que la superiora a la que sustituye (Nancy Roberts) no confía en que tenga la experiencia suficiente.

Las protagonistas son dos, la hermana Clodagh y la hermana Ruth (Kathleen Byron), pero en realidad son sólo una: dos rostros de una misma psique. La hermana Ruth es el reverso «malo» de la hermana Clodagh; o, si se quiere, el reverso sexuado. O el inconsciente. Según este símil, Clodagh sería el ego. Y es que Narciso negro es, ante todo, una alegoría psicoanalítica.

Ambas se enamoran del mismo hombre: Dean (David Farrar). Dean es el revulsivo que hace saltar las inclinaciones reprimidas en el convento. Igual que Terence Stamp irrumpe en el Teorema de Pasolini, Dean despierta pasiones soterradas. Que ese personaje, el único personaje verdaderamente masculino de Narciso negro, es la materialización del sexo lo indica la cantidad de epidermis que exhibe: a pesar del frío de las cumbres tibetanas, Farrar luce pecho velludo y piernas musculosas, ya que tiene una inexplicable predilección por el pantalón corto y las sandalias, y por ir descamisado en presencia de las monjitas.

Ruth aparentemente enloquece, cuelga los hábitos, se viste de escarlata y se pinta los labios de carmesí (¿el demonio?). Esa noche, Ruth encierra en una celda oscura a Clodagh, se escapa del convento, se adentra en la jungla (entre graznidos de pájaros y rugidos de fieras) y se mete en la casa de Dean. Se le declara. Éste le rechaza. Ruth sufre un desvanecimiento y, al despertarse, decide volver sola al convento. El insconsciente ha decidido actuar al margen del ego, en terminología freudiana.

Para entonces, Ruth se ha convertido ya en algo no humano: una lamia, un monstruo similar a los que aparecerían años después en las películas de la Hammer (La gorgona, por ejemplo) o en los gialli italianos de los años setenta.

Ruth intenta matar a la hermana Clodagh, pero es ella quien acaba despeñándose por un acantilado del Himalaya. Lo estilizado de ese decorado (un trampantojo diseñado por W. Percy Day), que casi parece un cuadro de Dalí, nos hace pensar que esa escena es enteramente simbólica.

Por cierto, el viento es un elemento estético constante en la película. El viento, en el cine, suele sugerir un estado onírico o bien una amenaza, una inquietud. Y en Narciso negro todo transcurre como en un sueño.

Hay una lucha interior (Ruth / Clodagh) en la misma persona, la misma alma. El bien contra el mal; la represión contra la libertad; la civilización contra la espontaneidad, etcétera.

Finalmente, triunfa el bien, el decoro, las buenas costumbres (es decir, Clodagh), pero… ¿qué significa ese apretón de manos final, y esa mirada, entre la hermana Clodagh y Dean? ¿Por qué se ven obligadas las monjas a abandonar ese lugar? ¿Por qué el paganismo y la mística del «buen salvaje» parecen imponerse sobre el cristianismo? El final es ambiguo y abierto. Y no parece que ni Powell ni Pressburger fueran muy cristianos que digamos.

Estéticamente, la película es impresionante, impecable: una verdadera obra de arte. Algunos fotogramas son para imprimir, enmarcar y colgar en un lugar bien visible del salón de nuestra casa. La fotografía de Jack Cardiff (luego director ligado a la mencionada productora Hammer Films) es sublime.

El duelo interpretativo entre Deborah Kerr y Kathleen Byron es también digno de verse. En mi opinión, gana la primera (no en vano permanece como la más famosa de las dos), aunque Byron es la más llamativa y aunque caiga a veces en el histrionismo (sobre todo en la escena que comparte con David Farrar en la casa de Dean). Hay también buenos papeles secundarios para Jean Simmons (una «perdida» local, de diecisiete años), Sabú (heredero de una familia noble), May Hallatt (como la extravagante Angu Ayah) y Nancy Roberts (la madre Dorotea).

(Reseña publicada en mi desaparecido blog cinevictoria.com en enero de 2021).

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